En pueblos recónditos y aldeas apartadas, el periódico era la única información que la gente tenía a mano para enterarse de noticias, aunque a muchas personas lo que de verdad les interesaba era resolver crucigramas, buscar anuncios clasificados o saber quién ganó en el enfrentamiento entre América y Guadalajara. No era fuente confiable y menos instrumento del saber, pero, al menos, constituía un bálsamo para una cotidianidad bucólica, de ruralidad, paisaje y tradición costumbrista. Lo que resulta inaudito, especialmente para las generaciones contemporáneas acostumbradas a comunicación de ida y vuelta en tiempo real, es que los diarios llegaban con varios días de retraso, así que bien podría aplicarse a ese anacronismo el verso del letrista y compositor puertorriqueño Tite Curet Alonso que, gracias a la voz de Héctor Lavoe nos decía: Tu amor es un periódico de ayer,/ que nadie más procura ya leer. Ese ambiente fue el que rodeó la adolescencia de Rosario Castellanos Figueroa, quien, ávida por conocer e instruirse, esperaba con fruición la llegada del diario para leer poesía provinciana.
Aunque nacida en Ciudad de México, Rosario vivió infancia y adolescencia en Comitán de Domínguez, Chiapas. Sus padres, Adriana Figueroa Abarca y César Castellanos, pastaban sus horas entre los quehaceres de casa, y las plantaciones de café y caña de azúcar. Rosario recordaba con intensa aflicción la respuesta de su padre cuando alguien llegó con la noticia de la muerte de un infante: ¡Que no sea el varón¡. Su hermano Benjamín falleció cuando apenas contaba siete años de edad.
Su primera aventura literaria responde a la lectura de la crónica roja, sección que tenía para los propietarios de la prensa varios propósitos: alertar el peligro, asegurar ventas por el morbo cuasi natural, desviar atención y así ocultar los crímenes de cuello blanco. Contaba Rosario que aquellos primeros esbozos literarios los escribía copiando palabras de ese metalenguaje policial y de pesquisas del que jamás supo siquiera el significado. Otredad y otra edad se mezclaban y, habría que imaginarla, con papel y lápiz, plagiando esos contenidos sensacionalistas: el malhechor degolló a su compinche de libaciones; la maté porque comerciaba carnalmente a mis espaldas; dejó la víbora chillando, pero le quitaron el pellejo después, y más perlas de esos papeles incendiarios.
De aquellos remedos narrativos pasó a esa pasión solitaria que es la poesía. Nunca se refirió a la soledad en términos auto compasivos o lastimeros, sino como a aquella bruja invisible que aprovecha los desvelos y cohabita en las madrugadas con los ermitaños. En entrevista concedida a María Stein, julio de 1970, decía: Para mí la soledad ha sido una experiencia que se ha ido modificando con el tiempo. Mi adolescencia fue una desgarradura muy honda y algo que me parece insuperable. Posteriormente tuve una serie de vivencias, sobre todo poéticas, en las que se podía trascender la soledad gracias a ciertos sentimientos casi panteístas de comunión con la Naturaleza.
La poeta coexistió con la narradora. Sus novelas: Balún Canán y Oficio de Tinieblas, como su libro de cuentos, Ciudad Real, dan cuenta de un indigenismo ajeno al romanticismo y la misericordia. No hizo un festín retórico con su palabra, porque, cuando heredó las tierras de la familia decidió devolverlas a sus propietarios de origen, los indígenas. Su relación fraterna con su nana Rufina y su compañera de juegos y andanzas María Escandón, presta testimonio sobre su lealtad a los principios y valores morales, sin fariseísmo, comadrazgo ni falsa tolerancia.
En su obra, Los Convidados de Agosto, narrativa sobria, festiva y crítica sobre las costumbres mexicanas, nos da, en un solo brochazo, el óleo clasista de la sociedad: La gente reía; los hombres con sabrosura, sin disimulo; las mujeres a medias, ocultando los labios bajo el fichú de lana o el chal de tul o el rebozo de algodón, según si eran señoras respetables, solteras de buena familia o artesanas, placeras y criadas.
Procreó tres hijos con su esposo, el filósofo Ricardo Guerra. Los dos primeros murieron a temprana edad, sino atroz de una vida acechada por la flaca y su guadaña voraz.
Anti patriarcal sin bandera, anti racista sin partido, filósofa sin doctrina, Rosario Castellanos legó a México y América Latina en su poema Autorretrato, una suerte de autógrafo sin dedicatoria, en el que exorcizó la envidia, las taras del machismo, el conformismo, el probable destino de una trágica orfandad al revés:
Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
(…)
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
En Mujer que sabe latín, invoca y desboca aquella sentencia proverbial misógina: mujer que sabe latín, no tiene marido ni buen fin. Sus ensayos, en los que están presentes Doris Lessing, María Luisa Bombal, Virginia Wolff, Victoria Ocampo, Clarice Linspector, dan fe de la estructura de un pensamiento feminista que no busca cobijarse en proclamas, sino en la capacidad y voluntad de mujeres capaces de enfrentar y superar aislamiento, desdén y complejos de inferioridad, para entregar obras conceptual y estéticamente brillantes.
Después de los sucesos de la Plaza de las Tres Culturas, Rosario escribió un poema de denuncia, rabia, miedo y acusación a un gobierno tan genocida como invisible a la hora de la responsabilidad:
La oscuridad engendra la violencia
y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
Para que nadie viera la mano que empuñaba
El arma, sino sólo su efecto de relámpago.
¿Y a esa luz, breve y lívida, quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?
Tras su divorcio en 1971, aceptó el cargo de embajadora en Israel, propuesto por el gobierno de Luis Echeverría, el mismo que, como jefe de gobierno fuera responsable de la masacre de Tlatelolco en el gobierno de Díaz Ordaz y, ya en el ejercicio presidencial, del Halconazo del 10 de junio de 1971. Cabe entonces preguntar: Cuál Rosario Castellanos aceptó la representación diplomática: ¿la autora del monumental Memorial de Tlatelolco? ¿O fue acaso la que envió un telegrama a sus superiores de cancillería en el que reportó que en el encuentro de escritores de Finlandia no había ningún comunista entre los asistentes? Será que sus versos se convirtieron en profecía, pienso, al releer en su poema Destino aquella sentencia: Matamos lo que amamos.
El 7 de agosto de 1974, Rosario falleció electrocutada en un accidente casero en Tel Aviv. El portento de su literatura y la angustia de sus contradicciones, vegeta en nuestros días. La historia, con sus ojos de búho, aun no la ha sentenciado con su última mirada.
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