LAS NIEVES DE ANTAÑO…

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Con este alimento escarchado inició también la tradición de familias de neveros. Hasta hace cerca de ochenta años la nieve del Popocatépetl y del Iztaccíhuatl sabía a vainilla, fresa, chocolate, tuna, maíz, nanches y tantas posibilidades como frutas cercanas a la mano del artesano. El hielo para hacer los helados lo transportaban vecinos de las montañas en costales con sal sobre burros o mulas. Antes de la Independencia de México el helado era accesible sólo a los pudientes por sus altos costos de producción y comercialización, además había poca oferta, pues la Corona española monopolizaba el hielo mediante un sistema llamado estanco.

La otra posibilidad era recolectar el granizo, no sólo para este postre congelado, también para conservar alimentos y uso médico en hospitales. Hay que recordar que aunque desde 1865 se instaló la primera fábrica de hielos en México, su avance no fue inmediato.

Según Martín González de la Vara, autor de “La historia del helado en México”, los registros indican que el primer nevero en el actual territorio mexicano fue el criollo Leonardo Leaños, quien comenzó con el oficio en 1620 en la capital del virreinato. La variedad se limitaba a leche, miel y huevo.

Después de la Independencia había dos formas de comer helados: las recetas apegadas a la moda europea en elegantes cafeterías o la producción artesanal de los vendedores callejeros.

Luego, poco después de que terminara la Guerra de Independencia, la ciudad de México era el lugar donde se consumía mayor cantidad de nieves, por ello fue la primera en conocer a los vendedores ambulantes de helados.

En “El libro de mis recuerdos” (1904) Antonio García Cubas narra: “El nevero llevaba en equilibrio sobre su cabeza el cubo de la nieve y en su mano derecha una pequeña canasta con platos y cucharitas de metal.”

“Nieve de limón, nieve sin igual, para una indigestión, no tiene rival. Nieve de guayaba, nieve de limón, que es medicinal para una irritación”, en el siglo XIX este grito recorría los paseos más importantes de la capital (La Alameda, Bucareli, el canal de La Viga y el de las Cadenas), explica González de la Vara.

La Semana Santa inauguraba la llegada de sabores congelados a la ciudad, empezaban los calores y las ferias en los alrededores de la capital, donde los mercaderes escarchados no podían faltar”.

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