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EL ESPEJO DE EUGENIA: Dolores del Río: del terror a Pancho Villa a estrella universal

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De apellidos rimbombantes, María de los Dolores Asúnsolo y López Negrete nació en Victoria de Durango. En la infancia, con los privilegios de pertenecer a una familia adinerada y ser hija única, su vida en la hacienda transcurrió entre criadas y muchachos de mano que hacían los mandados, de cocineras y nodrizas que la cuidaban con esmero. La niña de los ojos de sus acaudalados padres era intrépida y era habitual observarla encaramada en árboles de haba, desafiando a los muchachos que, retados por la habilidad y arrojo de la pequeña, la seguían en su aventura provocadora. 

Las familias aristocráticas sintieron a la Revolución Mexicana como si fuese un huracán tropical que arrasaba con todo, y los Asúnsolo y López Negrete no serían la excepción. Una madrugada, cuando fueron alertados de la presencia de las tropas del general Villa, decidieron huir con lo puesto, tal como lo relató la propia Dolores en entrevista concedida a Elena Poniatowska:

Vivimos en Durango hasta que vino la revolución. Entonces salimos corriendo, muy de madrugada, con otros señores importantes de Durango porque al grito de “¡Ahí viene Pancho Villa!” todos huían. Contaban que Villa metía a la cárcel a todos aquellos que tuvieran que ver con el banco y que ¡nadie los volvía a ver¡. Mi madre era el bastimento para mi padre  que se fue a los Estados Unidos y atravesó la Sierra y nosotros tomamos el último tren de Durango a la ciudad de México. Entonces vi a las soldaderas con su rebozo cruzado, a los soldados con sus sombreros de alas anchas, las cananas, los rifles, el parque, los caballos.

Recibieron el amparo y protección del presidente de la república, Francisco I. Madero, primo de su madre, Antonia López Negrete, dama de alta sociedad, calificativo que se solía aplicar a quienes pertenecían por casta, linaje o usurpación de tierras, a lo más granado, o quizá mejor, la crema y nata de un país que, de un lado era reflejo de cacicazgos y dominios y, de otro, una inmensa mayoría empobrecida y despojada tras treinta y cuatro años de porfirismo y medio milenio de explotación.

Recuerdo al tío Pancho, decía, al recordar a Madero. Muy tierno, me sentó en sus rodillas y me obsequió un globo rojo. Lo escuchó hablar de la necesidad de terminar con la extrema pobreza que había en el campo, y que era indispensable que el país se oriente hacia una auténtica democracia, sin fraudes ni dominio gamonal.

No obstante saberse víctima y atropellada por las circunstancias referidas en su infancia, no viró la cara ni ofreció la otra mejilla, por el contrario, asumió con dignidad aquellas afrentas para convertirlas en conciencia, por ello no fue, como podría colegirse, burda enemiga del proceso revolucionario, aunque ciertas manifestaciones tumultuarias le parecían caricaturescas y groseras. 

Fue el baile el que la encumbró y perfeccionó sus dotes en la escuela de San Cosme. Luego su matrimonio con Jaime Martínez del Río, representante de una casta que, gracias a su nivel económico, poseía vasta cultura y conocimiento de varios idiomas, de ahí que Dolores lo recordara declamando obras enteras de William Shakespeare, pintando a caballete o interpretando al piano obras del periodo clásico. En 1922, con apenas dieciocho años, Dolores fue una de las modelos para la obra La creación de Diego Rivera, artista que, años más tarde, le haría el famoso retrato con la cinta blanca y su nombre que se exhibe en el Museo Casa Estudio Diego Rivera y Frida Kahlo.

Dolores contaba a Elena Poniatowska, casi confesión entre princesas, que, cuando llegó un productor de Hollywood llamado Edwin Carewe, le solicitaron que bailase, entonces interpretó a Manuel de Falla e Issac Albéniz. El productor, extasiado, exclamó: ¡eres la versión femenina de Rodolfo Valentino!

Por vehemencia de Carewe, la pareja armó el viaje a Los Ángeles. Los primeros tiempos fueron un auténtico martirio porque debió entrar en la disputa de papeles secundarios e insulsos; por su diferencia étnica con las musas, todas platinadas y de ojos azules; por su carencia del inglés, pese a que el cine aún estaba en su etapa de mudez, pero, decía Dolores con franqueza y coraje, una lleva adentro el orgullo como si se tratase de una espada, y se enfrentó a todas la vicisitudes con la fuerza arrolladora de un temperamento triunfador.

Tras sortear avatares y aferrada a no claudicar, su nombre se instaló en las marquesinas ya como estrella superlativa. Películas como Evangelina, Resurrección, Ramona, El precio de la gloria, Carmen y La Bailarina roja de Moscú forjaron un nuevo mito, la de la estrella latina cautivadora, glamorosa, elegante, y provocadora, como la escena en que se baña completamente desnuda en la película Ave del paraíso, pasaje censurado, criticado y acanallado por censores ultramontanos, o en Volando a Río, donde aparece con un bikini precursor.

Vendrían entonces reconocimientos como la copla que la cantaurora comunista Concha Michel le escribiese:

Qué flor tan espigadita/ nacida para el amor/
su cuna fue allá en Durango/ en plena revolución.
En el cerro del Mercado/ tan alto y lleno de frío/
a las once de la noche, /nació Dolores del Río.

En 1928 se divorcia de Jaime del Río, quien falleció meses después por aparente suicidio; dos años más tarde contrae matrimonio con el director artístico de la MGM, Cedric Gibbons, con quien convive por diez años, hasta la aparición en su vida de un talento sin par, quizá el mayor de los shakesperianos del cine, Orson Welles. Romance complejo, con escenas de crudeza, celotipia, obsesiones. Me enamoré al verla, locamente hermosa, dijo el genio de Citizen Kane. La pareja convivió durante tres años hasta que finalmente Welles la abandonó por Rita Hayworth, nacida Margarita Carmen Cansino, sobrina del escritor fantasmal Rafael Cansinos Assens, al que Borges invocaba como lumbrera cada vez que era necesario desdeñar a alguien. En la intriga del Hollywood frívolo y chismoso, aparecieron otros hombres que presuntamente fueron enlaces sentimentales de Dolores: Errol Flynn, John Farrow, el dominicano Porfirio Rubirosa, el escritor alemán Erich María Remarque, los mexicanos Tito Junco, Archibaldo Burns, Fernando Casanova, Emilio Fernández, y, finalmente, el empresario teatral Lewis Riley, con quien se casó por tercera y última vez.

El ansiado regreso a México la encuentra como encarnación de un cine distinto, con vida propia, con el claroscuro de la cámara de Gabriel Figueroa, los guiones levantiscos de Mauricio Magdaleno y el talento desbordante del Indio Fernández.

Melodramas como Las abandonadas de 1944, donde Dolores está instalada en un lujoso burdel, cinta de la que dirá Efraín Huerta: será la joya del neorrealismo del cine nacional; y luego la retahíla junto al Indio:  Flor silvestre; La Perla, Bugambilia, Reportaje, La malquerida y la mejor, María Candelaria, junto a Pedro Armendáriz, obra que recibiese la Palma de Oro del festival de Cannes, todo un abanico que configuró la edad de oro del cine mexicano. 

Ahora abundaban las críticas positivas, los homenajes, poemas y dedicatorias de Alfonso Reyes, Carlos Pellicer, Carlos Monsivais, sin que faltase los denuestos y escarnios a su vida privada. También la acusación de “comunista”por parte del FBI y los inquisidores de la época del McCarthysmo, que  acosaron y espiaron a Dolores para tratar de encontrar señales de pertenencia o colaboración con el marxismo internacional.

Dibujada por Rivera, Covarrubias, Orozco; ensalzada por Marlene Dietrich: la más bella de todas nosotras es la mexicana; tallada por el escultor Juan Cruz Reyes, los reconocimientos fueron universales.

A ciento dieciocho años de su nacimiento, un 3 de agosto de 1904,  la observo con su pañolón de bronce en la estatua y plaza que lleva su nombre en el Parque Hundido. El monumento original fue robado, seguramente por algún fetichista acomplejado, pero ella, Dolores, está en otro lado, quizá en los versos de Rodolfo Usigli: Nada más me reconcilia/ tu belleza con mi suerte:/eres mi adorno y mi muerte/ planta de la Buganbilia. 

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